“…Mirándola a través del espejo me di cuenta del tiempo que había pasado. Sus cabellos, ya grises por los años, me hicieron recordar la tarde de invierno en la que la conocí.

Por entonces su pelo era negro, sus ojos tenían brillo, ese brillo de juventud reflejo de las ganas de salir al mundo y conquistar cada centímetro de él. Su piel, tersa, suave, salpicada por alguna peca que le daba ese aire de inocencia. Sus labios, carnosos, deseosos de ser besados y al mismo tiempo prohibiendo que escapara nada de ellos.
Su sonrisa blanca hacía que se le formaran pequeños hoyuelos a los lados de la comisura de los labios.
 Recuerdo el tono de su voz, ahora algo cansado, apagado, pero que en su momento llenaba el corazón e  iluminaba el alma.
 Todo aquello, con el paso inexorable del tiempo, había cambiado. De su mata de pelo solo quedaba la suavidad de su ondulación y algún cabello que se resistía a perder su negrura y ser como el resto de sus hermanos. El brillo de sus ojos se había perdido, las ganas de hacerse dueña del mundo dejaron paso al conformismo de la edad y la convicción de haber logrado, por lo menos, parte de sus sueños, aunque aún delataban  rabia por no haber hecho más y haberse dejado ganar por la monotonía y la frustración de sentirse vencida. En  su piel,  caló  la aridez, la sequedad, convirtiéndola en algo arrugado y marchito. Sus labios, que habían sido jugosos, que habían besado y amado con una pasión incontrolada, eran ahora dos líneas delgadas que reflejaban el cansancio y la tristeza de haber perdido su ardor, su calidez. Sus pechos, que por aquel entonces eran duros, firmes y que le encantaba  dejar asomar un poco por entre los botones casi desabrochados  de la blusa, estaban ahora cubiertos totalmente, como avergonzados  de no ser ya admirados y deseados. Su cuerpo,  que había tenido  poderosas piernas esbeltas, que había estado delineado por unas caderas y una cintura que le hacían un contorno perfecto y que fue juego prohibido de algún hombre en noches de soledad, donde imaginarla quitándose lentamente su vestido, su ropa interior…, había sido causa de placer para todo aquel que la retenía en sueños a su lado hasta el amanecer… Ahora, ese  cuerpo, no era erguido, el haber centrado su función en parir dos hijos, criarlos, cuidarlos…, había hecho que perdiera toda forma y solo quedara un fantasma de lo que fue. 
Pero aún así, con su piel arrugada, sus ojos tristes,  su voz cansada, sus labios marchitos, su pelo gris, su cuerpo apagado…, aún así, seguía viendo a la mujer de la que me enamoré, esa mujer sin miedo a la vida,  luchadora, capaz de darlo todo por la persona amada, fuerte, amante como ninguna,  ardiente, celosa, orgullosa…

Y fue entonces, mientras pensaba todo esto, que  me llamó, me incorporé del asiento y acudí….Me puse a su lado, la cogí por la cintura, como tantas veces había hecho durante aquellos años y contemplé  su rostro y el mío en el espejo. Miré el reflejo de sus ojos que miraban a los míos y noté como con su mirada me recorría el cuerpo y en esos momentos me pregunté si ella estaría en esos instantes recordando como fui. Me dio miedo pensarlo, miedo de si notaria mis arrugas, mi pelo cano, mi cuerpo ajado, mis manos envejecidas, mis ojos apagados, mis labios secos…Pero mis temores desaparecieron cuando cogió mi mano  y con una de sus sonrisas, mirándome a través del espejo por el cual yo había juzgado su vejez,  me dijo…-el amor, ni envejece, ni muere…te amo”.


Mariam.