Sentada en el sillón miraba a través de los cristales de la ventana, contemplaba el correr del tiempo, lo notaba en cada hoja de los árboles que caía, en el paso firme de la gente que paseaba, en el ruido de los autos, en el azul del cielo cuando alguna nube blanca como espuma de mar lo cruzaba… Pero en aquella habitación el tiempo no corría, se había detenido desde hacía días, cuando ella decidió que ya no podía seguir caminando por el sendero.
Aquel día, cansada, desanimada, agotada de todo, entró en aquel cuarto, dejó caer su cuerpo sobre el sillón, colocó sus manos sobre el reposa brazos, respiró hondo y contempló el atardecer mientras de sus ojos empezaban a brotar lágrimas de las que ni ella se percató. Recorrían sus mejillas haciendo caminos salados, cada lágrima reflejaba un momento vivido, un instante de esperanza que se iba alejando de ella y se convertía en tan solo un sueño perdido. Llegaban a sus labios, unas, eran recogidas por su boca, como queriendo beber su confianza y no perderla, otras, seguían abriéndose camino por su rostro incluso llegando a su garganta, la cual tragaba lágrimas no lloradas que hacían que su respiración por unos segundos se parara y el aire dejara de entrar.
Sus ojos miraban al exterior, pero no contemplaban nada, estaban perdidos en el infinito del atardecer que había tras los cristales, su corazón estaba dolorido, atormentado por dejar escapar la vida que ella ahora se negaba a retener, su mente iba de un pensamiento a otro, de una palabra dejada sin decir, de otra que mejor se hubiera guardado, del recuerdo de algún rostro que le producía una mueca en sus labios o una punzada en el pecho al recordarlo.
Su cuerpo se relajó, sus manos ya no se aferraban con fuerza al sillón, su cabeza caía a un lado descansando del agotamiento que le produjo el dolor, su respiración se calmó, sus ojos dejaron de llorar, su corazón latía despacio, su mente frenó los recuerdos y se quedó vacía de sufrimiento. Así siguió horas, sin moverse, como si su alma hubiera abandonado su ser, como si todo hubiera dejado de tener importancia, como si ya nada valiera la pena.
Transcurrió el tiempo y un sonido la hizo volver a la vida, haciendo que mirara a los cristales de aquella ventana donde vio su reflejo, donde vio un rostro cansado, ajado, apagado, sin sentido. Se contemplaba a ella misma como si fuera una extraña que escudriñaba cada rincón de su alma y fue entonces cuando decidió que ya nada tenía sentido, que aquello empezaría a ser su mundo, aquellas cuatro paredes que la habían visto morir.
Y allí quedó su cuerpo, observado por su alma que la había abandonado, mirando como dormía para siempre.

Mariam.